Manuel Miranda Estrampes, un jurista comprometido.

Es que Manuel era, antes que nada, una persona, una gran persona y detrás de esa gran persona estaba el jurista, un sólido jurista.

La noche del 28 de agosto falleció Manuel Miranda Estrampes, Fiscal del Tribunal Constitucional, un jurista notable comprometido con los derechos y libertades de las personas como pusieron de manifiesto tanto las obras que publicó a lo largo de su vida como sus exposiciones en aulas de España y Latinoamérica.

Este compromiso con los valores democráticos ya aparece en la tesis doctoral que defendió en 1995 en la Universidad de Barcelona. Esta tesis dio lugar al libro que publicara en el año 1997 con el nombre de “La mínima actividad probatoria en el proceso penal”. En él trata, entre otros, el nada pacífico problema en la doctrina procesal penal de la valoración de la prueba, el del alcance de las facultades que la ley confiere al juez para apreciarla en conciencia y el de las exigencias mínimas que debe cumplir la actividad probatoria como presupuesto para enervar la presunción de inocencia, garantía blindada tanto en la Constitución como en el Convenio Europeo de Derechos Humanos.

El derecho procesal penal en general, la presunción de inocencia y la prueba suficiente para destruirla en particular, fueron los ejes de su actividad investigadora. En el año 1999 publicó otro libro con un tema complementario a su monografía anterior que llamó “El concepto de prueba ilícita y su tratamiento en el proceso penal”. En este libro se enfrenta al problema de la admisión y valoración de la prueba que se ha obtenido ilícitamente, es decir con violación de garantías constitucionales y procesales. No tiene ninguna duda, de que en tanto que la presunción de inocencia está consagrada como derecho fundamental, la prohibición de valoración de la prueba ilícitamente obtenida no puede ser sino absoluta.

Conocí a Manuel Miranda hace ya varios años cuando era profesor de la Escuela Judicial en Barcelona. Más de una vez me invitó a hablar sobre temas que por su actualidad podían ser de interés para el alumnado de esa Escuela que estaba formado por personas que habían superado recientemente sus oposiciones para jueces y fiscales y que en una fecha próxima iban a ocupar una plaza. Pude apreciar, se notaba en el ambiente, el especial afecto y respeto que tenían por su profesor. Es que Manuel era, antes que nada, una persona, una gran persona y detrás de esa gran persona estaba el jurista, un sólido jurista. Por eso, no puede extrañarnos su especial preocupación por los derechos y garantías constitucionales, por los derechos que el Estado tiene el deber de respetar y garantizar a los ciudadanos. Cuando fue destinado al Tribunal Constitucional fue un momento de especial alegría para él. Ahora desde una posición de privilegio iba a poder valorar la compatibilidad de los actos cualquier poder del Estado con los derechos y garantías constitucionales.

Nos deja, a quienes contamos con el privilegio de su amistad, sumidos en una profunda tristeza. El mundo del derecho pierde a un gran jurista, las aulas universitarias a un lúcido docente y los ciudadanos a un garante de los Derechos Humanos.

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¿Es obligatorio el compliance?

El modelo de organización y de control interno a que se refiere el precepto se plasma en un Manual de Cumplimiento Normativo, también conocido en el lenguaje empresarial como “Compliance”. Con este documento las personas jurídicas se autorregulan.

Hernán Hormazábal MalaréeDe acuerdo con el artículo 31 bis 1 del Código Penal si el administrador de una empresa comete ciertos y determinados delitos en nombre o por cuenta de esa compañía y en su beneficio directo o indirecto o lo comete alguno de sus subordinados, ese delito no sólo acarreará responsabilidad penal para el autor, sino también para la persona jurídica.
Frente a esta última responsabilidad, que a pesar de lo que diga el código, como hemos tenido ocasión de explicar, estrictamente no es penal, la compañía puede blindarse si se cumplen las condiciones que se señalan en el párrafo 2 del mencionado artículo 31 bis del Código Penal. En este precepto, entre otras condiciones, se le pide a la persona jurídica que se autorregule, que se organice y gestione conforme a un modelo que contemple “medidas de vigilancia y control idóneas para prevenir delitos de la misma naturaleza o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión”.

 

El modelo de organización y de control interno a que se refiere el precepto se plasma en un Manual de Cumplimiento Normativo, también conocido en el lenguaje empresarial como “Compliance”. Con este documento las personas jurídicas se autorregulan. Las medidas de vigilancia y de control que en este documento se contemplan, para que cumplan con la exigencia de ser idóneas y para que el blindaje sea eficaz, deben surgir de la propia realidad de la empresa de que se trate, según su actividad específica y sus circunstancias particulares. Para ello es necesario identificar las zonas o áreas dentro de la empresa en que se desarrolla alguna actividad que importe el riesgo de cometer algún delito.

El Manual o Compliance no es, por lo menos de modo explícito, jurídicamente obligatorio. No hay un mandato de autorregulación. Si el Consejo de Administración de la compañía o su Administrador no lo hace, es decir no prevé antes de que ocurra el delito aquellas medidas de vigilancia y de control idóneas, no se contempla sanción alguna para la empresa. La sanción recién aparece una vez que alguna de las personas físicas a que se refieren el artículo 31 bis a) o b) del Código Penal ha cometido el delito. Pero no sólo esto, sino que es necesario, además, que se compruebe que en su organización interna no había previsto un Manual de Cumplimiento Normativo que documentara las razonables medidas de vigilancia y control idóneas que se hubieran podido tomar para evitar que se cometiera ese delito.

Como puede apreciarse, la sanción a la persona jurídica está asociada a la omisión de un Manual de Cumplimiento Normativo en general y a la no previsión en particular dentro de ese Manual de las medidas de vigilancia y control idóneas. Dicho en otras palabras, el perjuicio a la compañía está asociado a falta de un Manual eficaz, un Manual con reglas internas destinadas, dentro de lo razonable, si no a evitar la comisión del delito, por lo menos a disminuir el riesgo de su comisión.

En esta medida puede sostenerse con propiedad que la responsabilidad de las personas jurídicas no sólo surge de la acción u omisión de alguno de sus gestores o de alguno de los subordinados de éstos, sino también de una omisión de aquellas personas que dentro de sus facultades estaba la de establecer normas internas específicas de prevención del delito. Se trata, por regla general, de facultades del Consejo de Administración o del Administrador de la empresa que son los órganos que tienen facultades reglamentarias. La sanción a la empresa, que siempre será una multa, repercute directamente en su cuenta de resultados que podría haber evitado el Consejo o el Administrador con el Compliance.

Indiscutiblemente se trata de una omisión que ha causado un daño a la empresa y que se debe a la culpa o negligencia del Consejo o del Administrador que remite no sólo al articulo 1902 del Código Civil que obliga a reparar el daño causado, sino también al artículo 236 de la Ley de Sociedades de Capital que establece la responsabilidad del administrador frente a la sociedad, frente a los socios y frente a los acreedores sociales, del daño que causen por actos u omisiones contrarios a la ley o a los estatutos o por los realizados incumpliendo los deberes inherentes al desempeño del cargo, siempre y cuando haya intervenido dolo o culpa.

La imposición de alguna sanción por aplicación de las normas del Código Penal a la empresa constituye un daño cuya reparación puede demandar la sociedad, los socios y los acreedores sociales a la persona del administrador, lo que no deja de ser una sanción. Esta circunstancia, sin duda, constituye una buena razón para que los administradores se preocupen por establecer una regulación interna preventiva de riesgos penales, es decir un Manual de Prevención de Riesgos Penales.

El error de emplear la teoría del delito para establecer la llamada responsabilidad de las personas jurídicas

La sentencia nº 154/2016 de 29 de febrero del Tribunal Supremo, también el voto particular minoritario, hace algunas consideraciones doctrinales sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas. El Tribunal interpreta que el fundamento de esa responsabilidad está en la ausencia de una “cultura de respeto al derecho”. Esta ausencia se confirmaría al comprobarse que la empresa en su organización interna no tiene previstas medidas de control del riesgo de que alguno de sus gestores o alguno de sus subordinados cometa algún delito en su beneficio. La aludida “falta de cultura de respeto al derecho”, una expresión que por lo demás no aparece en el Código Penal, sería para el voto mayoritario una exigencia del tipo, para el minoritario un elemento de la antijuridicidad. Una u otra opción tiene importantes consecuencias procesales. Si es un elemento del tipo, la prueba de este hecho corresponderá a la acusación. Si es de la antijuridicidad, será el acusado el que tendrá interés en acreditar que no había tal falta de cultura al derecho. Se estaría ante una causa de justificación.

En la sentencia y su voto particular, como puede apreciarse, se utiliza la teoría del delito, una construcción pensada para establecer la responsabilidad penal de las personas físicas, como método para establecer la llamada responsabilidad de las personas jurídicas. Por tanto, de esta sentencia se infiere que hay una responsabilidad penal de las personas jurídicas equiparable a las de las personas físicas y que del mismo modo que para las personas físicas, una responsabilidad de las personas jurídicas sólo puede establecerse con la comprobación de una acción que ha de pasar por los filtros de la tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. Dicho de otra forma, que en su actuar las personas físicas y las personas jurídicas son equiparables, que el brocardo societas delinquere non potest ha dejado de tener vigencia. Esto no es cierto, está vigente y muy vigente.

Lo cierto es que por mucho que el Código Penal sostenga que hay una responsabilidad penal de las personas jurídicas que, dicho sea de paso, son una construcción social ya que no existen en la naturaleza, la realidad termina por imponerse. En los artículos 31 bis y siguientes del Código Penal lo que se regula es el impacto que produce la comisión por ciertas y determinadas personas físicas vinculadas a la persona jurídicas de ciertos y determinados delitos bajo ciertas y determinadas condiciones. No son penas para las personas jurídicas sino consecuencias indiscutiblemente gravosas, derivadas de un comportamiento típico y antijurídico de sus gestores o de los subordinados. No hay, en consecuencia, una responsabilidad de las personas jurídicas, mucho menos una responsabilidad penal. En el Código Penal lo que se regulan son las condiciones bajo las cuales una acción delictiva, una acción de una persona física, puede repercutir en la persona jurídica.

Por eso, la teoría del delito, una propuesta metodológica construida para establecer la responsabilidad personal de las personas físicas, no puede ser utilizada para establecer algo que nunca podrá lograrse, una responsabilidad de las personas jurídicas, ni penal ni de ninguna otra clase. Repito, lo que se regula en el Código Penal son las repercusiones en la persona jurídica de una acción de la persona física que ella sí que tendrá que reunir la condición de ser típica y antijurídica.

En todo caso, en esta sentencia del Tribunal Supremo y en otras en las que ha tenido ocasión de pronunciarse sobre este tema, se aprecia un esfuerzo por sistematizar las reglas que regulan las condiciones para establecer las gravosas consecuencias que puede tener para las personas jurídicas el comportamiento delictual de una persona física. Esta sistematización es necesaria para la seguridad jurídica. Las reglas jurídicas sistematizadas aseguran una interpretación regular y fiable del derecho.

 

Cuando el blanqueo pasa a ser una violación de derechos humanos

Este artículo salió publicado en eldiario.es.

A primera vista parece difícil imaginar que unos delitos como la malversación de caudales públicos y el blanqueo de capitales puedan ser al mismo tiempo constitutivos de violaciones de derechos humanos. Sin embargo, esto es precisamente lo que son, además de delitos, los hechos que actualmente se investigan en el Juzgado de Instrucción número 5 de Las Palmas de Gran Canaria contra altos cargos del gobierno de Guinea Ecuatorial y contra los que aparecen indiciariamente como testaferros de uno de los regímenes más corruptos de África subsahariana, el que encabeza Teodoro Obiang Nguema. Se trata de los ciudadanos rusos Vladimir Kokorev, de su esposa Julia Maléeva y de su hijo Igor Kokorev.

Guinea Ecuatorial es, después Nigeria y Angola, el tercer país de África subsahariana productor de petróleo y es el que registra el producto interior bruto per cápita más alto de la región. Sin embargo, sus habitantes tienen una mala calidad de vida. Dos terceras partes de su población vive en la extrema pobreza con menos de un dólar al día. Los indicadores de salud y educación son deplorables. En 2015, sólo uno de cada cuatro recién nacido fue vacunado y según datos de 2012, alrededor de cuatro de cada diez niños de seis a doce años no estaban escolarizados.

La corrupción endémica del país impide el desarrollo de políticas sociales. Los fondos públicos que debieran destinarse a la salud, a la escolarización y en general a proporcionar una vida digna a los guineoecuatorianos, forman parte del patrimonio de los miembros de su gobierno. El gobierno de Guinea Ecuatorial, encabezado por su presidente Teodoro Obiang Nguema, es responsable de que el país se cuente entre los con mayor corrupción en el sector público. El control que ejercen Obiang Nguema y su entorno familiar sobre las empresas privadas que explotan los recursos naturales, sobre todo petróleo, gas natural y madera, le ha permitido saquear el país y acumular una gran fortuna en el extranjero.

En efecto, el Subcomité Permanente de Investigación del Senado de Estados Unidos constató que entre 1995 y 2004 el Gobierno de Guinea Ecuatorial abrió más de cincuenta cuentas en el hoy ya desaparecido Banco Riggs en Washington D.C, el mismo banco, por cierto, en que tenía su cuenta el dictador chileno Pinochet. Este Subcomité de Investigación del Senado estadounidense puso de manifiesto que esta entidad bancaria, a pesar de que todo indicaba que el dinero provenía de prácticas de corrupción, había autorizado transferencias por un total de 26.483.982’57 de dólares americanos desde la Cuenta de Petróleo de Guinea Ecuatorial a la cuenta que la sociedad Kalunga Company S.A. tenía abierta en una sucursal del Banco Santander de Las Palmas de Gran Canaria. Los administradores de esta sociedad con este dinero, testaferros según todos los indicios de Teodoro Obiang, para ocultar su origen ilícito, realizaron diversas operaciones mercantiles, principalmente de compra de inmuebles.

En este contexto, el blanqueo de capitales y el delito subyacente de malversación que originó el dinero, adquieren un plus de antijuridicidad. A la condición de ser meros comportamientos que lesionan normas penales, se suma la de ser, además, comportamientos que violan normas de protección de derechos humanos, en concreto aquellas normas que se agrupan en la categoría de Derechos Económicos Sociales y Culturales. Se trata de los derechos humanos relativos a las condiciones sociales económicas básicas que son necesarias para una vida en dignidad y libertad, como el derecho al trabajo, a la salud, a la educación y a la vivienda reconocidos jurídicamente en el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales de 1966

De las normas de protección de derechos humanos se deriva la obligación de los Estados no sólo de no violarlas y de impedir que se violen, sino también la de crear y mantener las condiciones para que esos derechos sean reales y efectivos. Los Estados, en consecuencia, no sólo deben abstenerse de violar derechos humanos, sino que, en su condición de garantes de estos derechos, están obligados a intervenir en los procesos sociales para crear las condiciones para que las personas puedan gozar de una vida en libertad y dignidad. De este modo, cuando los gobernantes de un país con abundantes recursos económicos como Guinea Ecuatorial, se apoderan de sus recursos públicos en lugar de destinarlos a satisfacer al menos las necesidades de alimentación, salud, educación y vivienda de los ecuatoguineanos, además de cometer el delito de malversación de caudales públicos, violan derechos humanos. Del mismo modo, también constituyen violaciones de derechos humanos los actos posteriores destinados a ocultar el origen ilícito de los bienes objeto de la malversación. Por las mismas razones, el blanqueo que no deja de ser un acto de agotamiento punible del delito antecedente, constituye una violación de derechos humanos.

Ha sido por esta dimensión violatoria de derechos humanos que tienen en el caso de Guinea Ecuatorial los delitos de malversación y blanqueo, que la Asociación pro Derechos Humanos de España con el apoyo de la Open Society Justice Initiative, activó una acción penal mediante una querella que se está sustanciando en el Juzgado de Instrucción número 5 de Las Palmas de Gran Canaria contra altos cargos del gobierno de Guinea Ecuatorial y contra Vladimir Kokorev, su esposa Julia Maléeva y su hijo Igor Kokorev que indiciariamente aparecían de actuar como testaferros de esos altos cargos, en particular de Teodoro Obiang. En cuanto estas personas estuvieron a disposición del Juzgado, el 6 de septiembre de 2015, después de un proceso de extradición desde Panamá, su titular a la vista de la gravedad de los delitos, del riesgo de fuga, de destrucción de pruebas y de solidez de los indicios, decretó una medida cautelar tan excepcional como la prisión preventiva en la que han permanecido hasta hace unos meses. En la actualidad esta medida cautelar se ha reemplazado respecto de Yulia Maléeva e Igor Kokorev por la de retirada de pasaporte, prohibición de salir de España y obligación de presentarse semanalmente ante el Juzgado. En lo que respecta a Vladimir Kokorev se dispuso su libertad provisional bajo fianza de 600.000 euros.

La protección penal del derecho de crédito después de la reforma

Hay muchos puntos de conexión entre los delitos de administración desleal, de frustración de la ejecución y concursal que invitan a tratarlos conjuntamente, pero ha sido la lectura de un sorprendente artículo publicado el 13 de mayo último en una revista tan comprometida con el liberalismo económico como The Economist, la que me ha llevado a asociarlos e inspirado para escribir este artículo[1].

La decisión de promulgar una ley que define un comportamiento como delito es una potestad del Estado. Es una decisión que está condicionada no sólo ideológicamente, sino también por las razones de conveniencia y oportunidad del poder político. Sin embargo, en la actualidad, como constata The Economist, se aprecia que como consecuencia de la creciente y constante concentración del capital, el poder económico cohabita con el poder político. Es una cohabitación entre dos poderes cuyos intereses pueden llegar a ser antagónicos. Uno pondrá el acento en la preservación de las estructuras del mercado, el otro, de acuerdo con la tradición liberal originaria, tendría que ponerlo en los derechos y libertades del individuo.

En esta cohabitación el poder político ha perdido espacio frente al poder económico. Es un fenómeno constatable de un modo general en las economías de mercado, del mismo modo que también lo es la permeabilidad de las antes rígidas barreras que separaban lo público y lo privado y el abandono de un sector de la clase política de su compromiso con los derechos y libertades para ocupar cargos de alta dirección en el sector privado.

A este escenario en el caso de España debe agregarse, sin perjuicio del caos político, todavía una economía débil, un tejido industrial en crisis, paro, marginación y como consecuencia un alto índice de morosidad. El sector económico financiero que antes había incentivado el endeudamiento, ante la incapacidad de los deudores de atender sus créditos de manera regular, no ha tenido más remedio que recurrir a la vía judicial para hacerlos efectivos en el patrimonio del deudor.

Este es el escenario en el que tuvo lugar la reforma penal del año 2015. Los poderes políticos y económicos se plantearon la necesidad de reforzar la protección penal del patrimonio. Se trata de garantizar la incolumidad y disponibilidad de los bienes que integran el patrimonio del deudor para que los acreedores puedan hacer efectivo sus créditos. Es una reforma que en este y en otros aspectos constituye una buena muestra de la convergencia de intereses entre los poderes políticos y económicos. Un simple vistazo de la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo que modifica el Código Penal y de la actual regulación de los delitos de administración desleal, de frustración de la ejecución y concursal, será suficiente para confirmar lo dicho.

El delito de administración desleal, como explicábamos en otro artículo de este blog[2], se incorporó recientemente al código penal español[3]. Su incorporación fue simultánea a la derogación del delito de administración fraudulenta[4]. En la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 1/2015, está la voluntad declarada de proteger el patrimonio, cualquier patrimonio, “el patrimonio de todo aquel, sea una persona individual o una sociedad, que confiere a otro la administración de su patrimonio (…) sancionándose las extralimitaciones en el ejercicio de las facultades de disposición sobre ese patrimonio ajeno…”. Realiza el tipo penal el que infringe la prohibición de extralimitarse en las facultades de administración, pues se trata de que “el administrador desempeñe su cargo con la diligencia de un ordenado empresario y con la lealtad de un fiel representante en interés de su administrado”, pues no vaya a ser que cause, y ahora me remito al tipo penal, “un perjuicio al patrimonio del administrado”. Una remisión a criterios valorativos propios del derecho privado incompatibles con los principios de taxatividad y certeza exigibles en el derecho penal.

En los delitos que se agrupan en el capitulo “Frustración de la ejecución”[5] se castigan las acciones del deudor tendientes a impedir el embargo de los bienes que integran su patrimonio. Se castiga no sólo el ocultamiento de los bienes sino también al deudor que incumpla su obligación de señalar los bienes embargables. Como dice el artículo 258 del Código Penal (en adelante CP) “una relación de bienes o patrimonio incompleta o mendaz, y con ello dilate, dificulte o impida la satisfacción del acreedor”. Además, dentro de este capítulo, se tipifica en el artículo 258 bis CP a “quienes hagan uso de bienes embargados…”. En la Exposición de Motivos expresamente se señala que “estas dos nuevas figuras delictivas que están llamadas a completar la tutela penal de los procedimientos de ejecución y, con ello, del crédito..”.

Bajo el epígrafe “Insolvencias punibles”[6] se agrupan una serie de comportamientos que según la Exposición de Motivos “ponen en peligro los intereses de los acreedores y el orden socioeconómico, o son directamente causales de la situación de concurso”. Una lectura comparativa del artículo 259 CP y del artículo 164 de la Ley Concursal (Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal), permite comprobar que han pasado a ser definidos como delitos muchos supuestos que califican el concurso como culpable. La Exposición de Motivos insiste, como lo hizo antes con la administración fraudulenta, en recurrir a criterios valorativos del derecho privado al sostener que se tipifican “un conjunto de acciones contrarias al deber de diligencia en la gestión de asuntos económicos mediante las cuales se reduce indebidamente el patrimonio que es garantía del cumplimiento de las obligaciones…”. Entre esas está la acción prevista en el artículo 259 9ª CP que castiga al que “realice cualquier otra conducta activa u omisiva que constituya una infracción grave del deber de diligencia en la gestión de asuntos económicos y a la que sea imputable una disminución del patrimonio del deudor…”. Como puede apreciarse, un verdadero cajón de sastre contrario a los principios garantistas de taxatividad y certeza. En toda actividad mercantil hay un riesgo financiero. Es un riesgo que está en la naturaleza del tráfico comercial. De acuerdo con el precepto el Juez tendrá que valorar, y será una valoración ex post, si la conducta infringió el deber de diligencia en la gestión de asuntos económicos.

Como reflexión final señalaría que en la redacción de estos tipos penales hay una impronta jusprivatista declarada en la Exposición de Motivos. Pero más allá de criterios valorativos, se están llevando al ámbito penal ilícitos mercantiles. En las insolvencias punibles los previstos en la Ley Concursal y en la administración desleal se aprecia un aroma de la Ley de Sociedades de Capital (Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, que aprueba el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital) que en los artículos 225 y siguientes establece los deberes de los administradores.

 


[1] Bagehot, “The Marxist moment”, página 52. El solo título me excusa de explicar por qué la califico de sorprendente.

[2] El delito de administración desleal en el derecho español.

[3] Artículo 252. Serán punibles con las penas de (…), los que teniendo facultades para administrar un patrimonio ajeno, emanadas de la ley, encomendadas por la autoridad o asumidas mediante un negocio jurídico, las infrinjan excediéndose en el ejercicio de las mismas y, de esa manera, causen un perjuicio al patrimonio administrado.

[4] Este delito se encontraba contemplado entre los delitos societarios en el artículo 295 del Código Penal.

[5] Son los artículos 257 a 258 bis del Código Penal.

[6] Artículos 259 a 261 del Código Penal.

El delito de administración desleal en el derecho español

Cuando me decidí a mantener un blog lo hice con la intención de escribir sobre temas jurídico penales que por su actualidad pudieran ser de interés, no sólo para las personas vinculadas al mundo del derecho, sino en general para todo el mundo. Por eso me hice el propósito de evitar el uso de un lenguaje demasiado técnico y, sobre todo, no extenderme demasiado. No es fácil pues requiere un esfuerzo de síntesis y la síntesis inevitablemente conduce a la utilización de conceptos que pueden resultar de difícil comprensión.

Trataré de ser consecuente con lo dicho en el párrafo anterior al tratar el problema que ha surgido con la derogación del artículo 295 del Código Penal[1] de administración fraudulenta y la inmediata incorporación de un nuevo delito, el delito de administración desleal, contemplado en el artículo 252 del Código Penal[2] (en adelante CP). El primero, que estuvo vigente hasta el 30 de junio de 2015 castigaba al administrador de una sociedad que bajo ciertas y determinadas circunstancias dispusiere fraudulentamente de los bienes de una sociedad y el segundo, en vigor desde el 1º de julio de 2015, castiga a cualquiera que tenga facultades de administrar un patrimonio ajeno que con un uso excesivo de esas facultades causare un perjuicio a ese patrimonio.

El problema a resolver es el de determinar la ley aplicable en todas aquellos casos en que el hecho se hubiere cometido bajo la vigencia del artículo 295 CP, o sea hasta el 30 de junio de 2015, y sea investigado y/o juzgado bajo la vigencia del nuevo artículo 252 CP, o sea a partir del 1º de julio de 2015. Este problema debe resolverse conforme a un principio jurídico de carácter general que puede identificarse en el artículo 2. 2 CP[3]. Me refiero al de aplicación de la ley penal más favorable que si bien en este precepto se establece específicamente para legitimar la retroactividad de la ley más favorable, entiendo que es de aplicación general.

A primera vista, al haber sido derogado el artículo 295 CP, pareciera que en todos estos casos la aplicación de este principio conduciría a un auto de sobreseimiento o a una sentencia absolutoria. Pero, decíamos con cautela que pareciera que esta debería ser la consecuencia porque una lectura comparativa de ambos preceptos nos permite comprobar que entre el tipo penal contenido en el nuevo artículo 252 CP y el antiguo y derogado artículo 295 CP hay una relación de género a especie. El nuevo precepto contiene menos exigencias que el antiguo. De este modo, lo que antes era punible conforme al derogado artículo 295 CP hoy lo es conforme al vigente artículo 252 CP. Esta constatación podría llevarnos a concluir que el precepto aplicable debería ser el vigente artículo 252 CP. Pero, esta es una conclusión apresurada.

Es apresurada porque para resolver este conflicto se ha de tener en cuenta el principio de aplicación de la ley penal más favorable al reo. Desde esta perspectiva, sin lugar a dudas lo es el derogado artículo 295 CP toda vez que se comprueba que el tipo penal contiene más exigencias que necesariamente la acusación tendrá que acreditar si aspira a una sentencia condenatoria.

En efecto, el artículo 295 CP no sólo reduce su aplicación a los autores a que sean administradores de derecho o de hecho o socios de cualquier sociedad, sino que también exige que concurra beneficio propio o de un tercero, abuso de funciones, disposición fraudulenta de bienes y perjuicio económicamente evaluable. En cambio, como el artículo 252 CP extiende la calidad de autores a cualquier persona que tenga facultades de administrar patrimonio ajeno y amplía la acción punible a una genérica infracción por exceso de esas facultades que cause un perjuicio al patrimonio administrado, será aplicable a un mayor número de casos que los que pueden ser atribuidos al artículo 295 CP.

Por tanto, la consecuente aplicación del principio de la ley más favorable al reo deberá llevarnos a concluir que los hechos anteriores a la reforma penal susceptibles de ser penalizados de acuerdo con el artículo 295 CP, deberán ser investigados y enjuiciados conforme a este precepto. En estos casos no es imaginable la aplicación del nuevo artículo 252 CP pues se estaría dando efecto retroactivo a una ley penal desfavorable y, por tanto, infringiendo el artículo 25 de la Constitución Española. Se trata de un supuesto de ultra-actividad de la ley penal. La disposición derogada prolonga el tiempo de su vigencia.

Pero, este no es el único factor a considerar a efectos de establecer cuál es la ley más favorable. También se debe tomar en cuenta la pena aplicable. Si desde la perspectiva de las exigencias típicas era más favorable la disposición derogada, desde la perspectiva de la pena, en cambio, sucede lo contrario, es más favorable la disposición actualmente vigente.

En efecto, el artículo 252 CP contempla, con remisión al artículo 249 CP para el autor del delito de administración fraudulenta, una pena de prisión que va de 6 meses a 3 años, en circunstancias que el artículo 295 CP que va también de 6 meses pero con un tope de 4 años o, con la alternativa de multa del tanto al triple del beneficio obtenido, lo que acentúa su condición de ser más favorable.

Podría argumentarse para sostener lo contrario, esto es que el artículo 295 CP es más favorable, que el artículo 252 CP, si se da alguna de las circunstancias señaladas en el artículo 250 CP, la pena de prisión es mayor pues se mueve en un marco que oscila entre 1 año y 6 años. Esta cualificación no puede aplicarse a hechos con anterioridad a la entrada en vigor, pues se entrarían a valorar hechos que antes de la reforma en relación con el delito de administración fraudulenta no tenían ninguna significación penal. Por tanto, se estaría frente a un caso de retroactividad de la ley penal prohibida.

En resumen, entendemos que jurídicamente para los hechos cometidos con anterioridad a la reforma penal y que son punibles conforme al artículo 295 CP, deben ser investigados y enjuiciados con arreglo a este precepto en virtud del principio de aplicación de la ley más favorable. En cambio, en virtud de este mismo principio la determinación de la pena debe hacerse, pero con las limitaciones que hemos señalado, conforme a las que se prevén en el artículo 252 CP.

De acuerdo con lo anteriormente expuesto y con aplicación del principio de la ley más favorable, en estos casos el Juez no está exclusivamente vinculado a la ley vigente, el artículo 252 CP de administración desleal, ni tampoco exclusivamente a la ley derogada, el artículo 295 CP de administración fraudulenta. El Juez está vinculado a una lex tertia que deberá construir con los aspectos más favorables de uno y otro precepto. El contenido del tipo estará determinado por el artículo 295 CP, pero la pena por el artículo 252 CP.


[1] Artículo 295. Los administradores de hecho o de derecho o los socios de cualquier sociedad constituida o en formación, que en beneficio propio o de un tercero, con abuso de las funciones propias de su cargo, dispongan fraudulentamente de los bienes de la sociedad o contraigan obligaciones a cargo de ésta causando directamente un perjuicio económico evaluable a sus socios, depositarios, cuentapartícipes o titulares de los bienes, valores o capital que administren, serán castigados con la pena de prisión de seis meses a cuatro años, o multa del tanto al triple del beneficio obtenido.
[2] Artículo 252. 1. Serán punibles con las penas del artículo 249 o, en su caso, con las del artículo 250, los que teniendo facultades para administrar un patrimonio ajeno, emanadas de la ley, encomendadas por la autoridad o asumidas mediante un negocio jurídico, las infrinjan excediéndose en el ejercicio de las mismas y, de esa manera, causen un perjuicio al patrimonio administrado. 2. Si la cuantía del perjuicio patrimonial no excediere de 400 euros, se impondrá una pena de multa de uno a tres meses.
[3] Artículo 2. 2. No obstante, tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviera cumpliendo condena.

 

Justicia Universal, una obligación del Estatuto de Roma

Carlos Slepoy in memoriam

Con la entrada en vigor del Estatuto de Roma y el establecimiento de un tribunal penal internacional de carácter permanente, se pensó en que se había llegado a un punto en que definitivamente la impunidad de los genocidas, responsables de delitos de lesa humanidad y criminales de guerra había llegado a su fin. Como según su Preámbulo los Estados Parte no estaban dispuestos a tolerarla, la consecuencia tenía que ser que estos facinerosos no iban a tener ningún lugar en el mundo en el que refugiarse. Sin embargo, este objetivo tan deseado está todavía lejos de conseguirse.

Hay en el mundo conflictos armados en los que se violan constantemente los Convenios de Ginebra y numerosos los regímenes en que el genocidio y el crimen de lesa humanidad constituye un instrumento de gobierno. A pesar de ello se constata una falta de actividad de la Fiscalía y de la Corte Penal Internacional. Posiblemente se debe al poder que el propio Estatuto de Roma reconoce al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En este órgano prevalecen los intereses políticos y económicos, especialmente los de sus miembros permanentes, sobre el deber de perseguir a los autores de aquellos crímenes que el propio Estatuto de Roma califica como los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional.

 No obstante, no es esta la única ni tampoco la principal razón de la impunidad de estos malhechores. Si hay impunidad no se debe exclusivamente al Estatuto de Roma. Se debe a que los Estados Parte no han cumplido con todas las obligaciones que explícita e implícitamente contrajeron ante la comunidad internacional cuando lo ratificaron.

 Por eso, no puede admitirse una descalificación global del Estatuto de Roma. Con todos sus defectos, sin embargo, es un documento valioso. Tiene desde luego el valor de ser un texto de derecho internacional suscrito por la mayoría de los países que integran la llamada comunidad jurídica internacional, en el que se recogen en un único documento y de forma ordenada todo un sistema de carácter penal dirigido a impedir que se queden sin juicio y, en su caso, sin castigo los autores de los crímenes que se agrupan bajo las categorías de delitos de genocidio, de lesa humanidad, de crímenes de guerra y de crímenes contra la paz.

 Todo el sistema penal construido y plasmado en el Estatuto de Roma está pensado para que la prohibición de la impunidad para los autores de estos delitos sea una realidad. Por eso, el Estatuto de Roma no es sólo un código penal en el que se recogen sistemáticamente los comportamientos constitutivos de delito, sino además un código orgánico que crea los órganos encargados de la persecución y también un código de procedimiento que predefine las actuaciones necesarias ante dichos órganos para hacer efectivas las responsabilidades penales.

 En esta línea y en cumplimiento del deber de perseguirlos, los Estados Parte deben incorporar estos delitos a su legislación interna. Pero no sólo esto pues la sola incorporación de estos delitos a la legislación interna obviamente no colma este deber si no va acompañada de reglas que regulen la competencia de los órganos judiciales que habrán de perseguir las responsabilidades penales. Este es un tema ciertamente importante. El Estatuto de Roma, al regular la competencia de la Corte Penal Internacional, señala expresamente que será complementaria de las jurisdicciones penales nacionales. Por tanto, da prioridad a los órganos judiciales domésticos, y no a la Corte, para la investigación, enjuiciamiento y eventual condena de los autores de estos crímenes de trascendencia internacional. Los Estados Parte, en consecuencia, tienen la obligación de incorporar a sus normas de competencia internas las que sean necesarias para impedir, conforme a la obligación establecida en el Estatuto de Roma, la impunidad de los autores de estos crímenes. Esta regulación interna no puede apartarse del principio básico que inspiró toda la construcción del sistema penal internacional que se plasmó en el Estatuto de Roma y que hoy ya tiene el carácter de un axioma en el derecho internacional, el de la prohibición de la impunidad para los responsables de los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional.

 Es previsible que en España y en esta legislatura se discuta una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para darle un nuevo contenido a los preceptos que conforme al llamado principio de justicia universal regulan la aplicación extraterritorial de la ley penal. Este precepto históricamente ha sido objeto de sucesivas reformas que han ido restringiendo cada vez más la competencia de los tribunales españoles para investigar y enjuiciar estos crímenes. Estas reformas son claramente incompatibles con el principio de interdicción de la impunidad que se reconoce en el Estatuto de Roma. Sólo de una regulación que permita a las jurisdicciones nacionales en general y a la española en particular, investigar y enjuiciar a los responsables de los crímenes de guerra y contra los derechos humanos, cualquiera que sea su nacionalidad y cualquiera que sea el lugar en que se hayan cometido, podría decirse que hay una decisión seria de poner fin a la impunidad de los autores de estos crímenes de los que, como constata el Estatuto, han sido víctimas millones de niños, mujeres y hombres.

 Por último, es de desear que esa previsible reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial no se limite a retrotraer los preceptos a la situación anterior a la de sus sucesivas modificaciones restrictivas. No se trata simplemente de volver a la situación anterior. Es necesario que se enfoque la reforma con los nuevos criterios y aportes con que se ha enriquecido el derecho internacional en general y el derecho humanitario y el derecho internacional de los derechos humanos en particular.

 Un buen punto de partida, como propone Ollé Sesé[*], sería la distinción entre crímenes internacionales de primer grado en que quedarían comprendidos los que se recogen en el Estatuto y crímenes internacionales de segundo grado o crímenes transnacionales, para cuya protección se requiere la cooperación de varios Estados, como delitos económicos o el medio ambiente. Para los primeros, según este autor, se aplicaría el principio de justicia universal pura o absoluta, sin ninguna limitación. En cambio para los segundos, se aplicaría el principio de jurisdicción universal relativa que podría estar limitado con la exigencia de algún tipo de conexión con los hechos objeto de investigación.

[*] Ollé Sesé Manuel: (2008) Justicia Universal para Crímenes Internacionales, La Ley, Madrid, España.

Cosa juzgada fraudulenta (II)

En el artículo anterior concluiamos que aparentemente puede haber una colisión entre el principio de prohibición de la impunidad y el principio de cosa juzgada. Decíamos que esa colisión es aparente y en esta oportunidad lo mantenemos, porque lo cierto es que en los supuestos a que genéricamente se refiere el artículo 20 3. ER estrictamente no hay cosa juzgada. No la hay porque la resolución en que se apoyaría la alegación de cosa juzgada no es el resultado de una investigación y/o enjuiciamiento en el que concurren los estándares mínimos que son exigibles para que pueda valorarse como imparcial. Por el contrario, es el resultado de un proceso arbitrario.

Una resolución que proviene de un proceso que no cumple con esos estándares mínimos es en si misma arbitraria y, por lo tanto, jurídicamente incapaz de producir el efecto de cosa juzgada cuyo fundamento es, justamente, como decíamos también en el articulo anterior, la interdicción de la arbitrariedad de los poderes púbicos. Es obvio que una resolución cuyo propósito es garantizar al acusado su impunidad, no es imparcial sino que es arbitraria y fraudulenta.

En el artículo 20.3 a) ER cuando se dice después de reconocer el principio de cosa juzgada, que no obstante podrá abrirse un nuevo proceso si el que se sustanció en el otro tribunal “obedeciera al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal por crímenes de la competencia de la Corte” pone el acento en el aspecto subjetivo de intencionalidad del proceso anterior y de la resolución que puso fin a ese proceso para en el párrafo siguiente referirse a los aspectos objetivos que permiten inferir que la intención del proceso era sustraer al acusado de su responsabilidad penal. En efecto, cuando en el 20 3 b) se dice que el nuevo proceso podrá abrirse si el anterior “no hubiere sido instruido de forma independiente o imparcial de conformidad con las debidas garantías procesales reconocidas por el derecho internacional o lo hubiere sido de alguna manera que, en las circunstancias del caso, fuere incompatible con la intención de someter a la persona a la acción de la justicia” está haciendo referencia a los indicadores objetivos de una resolución fraudulenta. Estos indicadores no son otros que la inobservancia de las garantías procesales que se agrupan bajo el genérico abanico de reglas del debido proceso.

Luego, en rigor en estos casos no debería calificarse de fraudulenta a la cosa juzgada, sino que más propiamente se debería dar este calificativo a la resolución que respalda la impunidad del autor de los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional. De ahí que, a nuestro juicio, resulta más propio decir que la resolución es fraudulenta y que la cosa juzgada es aparente.

En cada caso concreto habrá que ver si en la correspondiente resolución concurren las notas que permiten valorarla como fraudulenta. Ello implica para el juez competente para declarar la falta de validez de la resolución que respalda el efecto de cosa juzgada, examinar no sólo esa resolución sino todo el proceso a fin de comprobar si se tramitó conforme a los estándares de imparcialidad exigibles.

La declaración de fraudulenta de la resolución que puso fin al proceso y eximió de responsabilidades al acusado es un paso previo y necesario para abrir un nuevo proceso por los mismos hechos contra el autor del crimen internacional. En virtud del carácter complementario de la competencia de la CPI, serán por lo general los tribunales domésticos. Serán estos tribunales los que tendrán que enfrentarse a los problemas que plantea declarar fraudulento un proceso que acabó con la resolución dictada por otro tribunal de su misma jurisdicción.

Este problema se agudiza en los procesos de transición de una dictadura a la democracia sobre todo, lo más probable es que así sea como lo ha demostrado la experiencia histórica, cuando en esos procesos de transición las estructuras judiciales suelen permanecer intactas y los jueces que dictaron las sentencias fraudulentas continúan en activo.

Cosa juzgada fraudulenta (I)

El Estatuto de Roma (en adelante ER) es un texto jurídico en muchos aspectos sorprendente, por lo menos para mi que me he formado jurídicamente conforme a las reglas y principios del sistema jurídico europeo continental. Su texto está integrado por un conjunto de disposiciones de carácter orgánico, procedimentales y sustantivas que si hubieran sido sistematisadas conforme a nuestra tradición jurídica hubieran dado lugar a tres códigos, a un código penal, a un código orgánico y a un código de procedimiento. Están sistematizadas racionalmente, pero de otra forma, en un mismo cuerpo, las que definen los delitos (artículos 6, 7, 8 y 8 bis ER) y al mismo tiempo la que establece, por una parte, la competencia de la Corte Penal Internacional (en adelante CPI) para investigar, enjuiciar y fallar (artículo 5 ER) y, por la otra, las condiciones para su ejercicio (artículos 11 y siguientes ER). Están también las que establecen los órganos de la CPI (artículos 34 y siguientes) y las procedimentales que regulan la investigación, el enjuiciamiento y el fallo (artículos 53 ER y siguientes). Las garantías se establecen a nivel de creación e interpretación de las normas con la expresa vinculación con el principio de legalidad (artículos 21 ER y siguientes), con la responsabilidad por el hecho (artículo 25 ER), con el principio de culpabilidad y la exclusión de la responsabilidad objetiva (artículo 30 ER). También estas garantías están a nivel de la aplicación de las normas al regularse la investigación y enjuiciamiento conforme a las reglas del debido proceso, como queda de manifiesto con el reconocimiento de los derechos del acusado (artículo 67 ER) y especialmente con la práctica y valoración de la prueba (artículo 69 ER). Aprecio en sus disposiciones un sincretismo de los sistemas jurídicos anglosajones y europeo continental.

Entre las disposiciones que llaman la atención están las que regulan la que la doctrina llama cosa juzgada fraudulenta. Sorprende porque viene a romper con un dogma histórico conforme al cual, en términos generales, una resolución en una causa penal que pone fin definitivamente a la instancia, -sobreseimiento definitivo o sentencia condenatoria o absolutoria-, no puede dar lugar a un nuevo juicio cuando concurra la identidad de personas, de hechos y de fundamentos jurídicos punitivos. Cuando se dan estas circunstancias, la parte agraviada puede oponer la llamada excepción de cosa juzgada.

Este principio está íntimamente ligado al principio ne bis in idem conforme al cual un mismo hecho no puede dar lugar a una doble sanción cuando se da la aludida triple identidad. La doctrina ha distinguido entre dos formas de manifestación del ne bis in idem. Una vertiente material, que impide sancionar más de una ocasión al mismo sujeto por el mismo hecho y con el mismo fundamento y una vertiente formal que proscribe la duplicidad de procedimientos sancionadores (penal y penal; penal y administrativo o administrativo y administrativo).

En suma, cosa juzgada y prohibición del bis in idem aparecen en dos momentos procesales diferentes. La cosa juzgada como argumento de defensa para poner fin a un nuevo proceso en el que concurre la triple identidad y el ne bis in idem como una prohibición dirigida al Juez de iniciar un nuevo proceso cuando ya hay uno en marcha, salvo en ciertos y determinados casos en que un procedimiento prevalece sobre otro, como podría ser uno penal sobre uno administrativo.

En definitiva, tanto la excepción de cosa juzgada como la prohibición del bis in idem son garantías para el procesado que tienen su fundamento material en dos principios jurídicos, el de interdicción de la arbitrariedad y el de proporcionalidad de la pena, que se verían afectados por la eventualidad de una doble sanción.

Sin embargo, el ER si bien consagra el principio de cosa juzgada, no lo hace de forma absoluta como se desprende del artículo 20 3. ER. Este precepto después de prohibir en el artículo 20.1. ER como regla general la apertura de un nuevo proceso, señala en el apartado 3. que podrá abrirse si el que se sustanció en el otro tribunal “a) obedeciera al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal por crimenes de la competencia de la Corte; o b) No hubiere sido instruido de forma independiente o imparcial de conformidad con las debidas garantías procesales reconocidas por el derecho internacional o lo hubiere sido de alguna manera que, en las circunstancias del caso, fuere incompatible con la intención de someter a la persona a la acción de la justicia”.

Como puede apreciarse, el artículo 20.3 ER, en términos generales, niega validez de cosa juzgada a una sentencia arbitraria cuyo propósito es blindar al acusado frente al riesgo de que se le abra un nuevo proceso. Al hacerlo, este precepto aparentemente está resolviendo una colisión entre dos principios jurídicos, entre el principio de cosa juzgada y el de prohibición o interdicción de la impunidad, inclinándose a favor de este último. Este principio es el que puede identificarse en el Preámbulo del ER cuando dice que su decidido propósito es poner fin a la impunidad de los autores de los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional.

Vulneraciones punibles de derechos humanos

Una de las líneas de investigación que más ha provocado mi interés en los últimos años, no sólo por su novedad sino también por razones personales, es la que se refiere a aquellos comportamientos que por su gravedad trascienden a la comunidad internacional. Se trata de crímenes, dice el Estatuto de Roma, que no deben quedar sin castigo pues constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad. En el Estatuto de Roma (ER en adelante) se recogen cuatro categorías de delitos, en dos de las cuales, en las de genocidio (artículo 6 ER) y de lesa humanidad (artículo 7 ER), se contemplan acciones específicas cometidas por un agente del Estado contrarias a una norma garantizadora de un derecho humano. La concurrencia de estos tres elementos, -agente del Estado, infracción de norma protectora de un derecho humano y tipificación como delito-, permiten sostener que el objeto de protección en los delitos de genocidio y de lesa humanidad, son los derechos humanos específicos protegidos en cada uno de los comportamientos que se contemplan en estas categorías.

La competencia para investigar, enjuiciar y fallar en relación con estos delitos la tiene la Corte Penal Internacional (artículo 5 ER). Sin embargo, como dice el propio ER (artículo 1) esta competencia es complementaria. La competencia, en consecuencia, se rige por el principio de territorialidad. Serán competentes los tribunales del lugar donde ocurrieron los hechos salvo que el Estado “no esté dispuesto a llevar a cabo la investigación o el enjuiciamiento o no pueda realmente hacerlo” (artículo 17.1. a)   ER).

Ahora bien, para que comportamientos tan graves como asesinatos, torturas o desapariciones forzadas puedan entrar en la categoría delitos de lesa humanidad, el ER exige un plus. Es necesario que los actos constitutivos de estos delitos se cometan “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil” (Artículo 7 1. ER). Luego, por el contrario, si no concurren alguno de estos elementos, generalidad o sistematicidad, el asesinato, tortura o desaparición forzada en su investigación y enjuiciamiento no tendrá competencia la Corte Penal Internacional (CPI en adelante).

De las exigencias de que los actos vayan dirigidos de forma sistemática o generalizada contra la población civil se infiere que se trata de delitos que sólo pueden cometerse en contextos socio-políticos de ausencia de mínimos democráticos. En los agentes del Estado o los grupos que actúan con la tolerancia del Estado contra la población civil hay una intencionalidad política, la de mantenerse en el poder. Los delitos de lesa humanidad desde esta perspectiva constituyen actos de terrorismo de Estado.

Estas circunstancias han llevado a la doctrina a sostener que respecto de estos delitos no pueden admitirse obstáculos ni fácticos ni jurídicos que favorezcan la impunidad. Los Estados, han dicho los Tribunales Internacionales, deben remover esos obstáculos pues si favorece la impunidad estaría violando los compromisos que adquirieron cuando suscribieron los tratados internacionales en los que se comprometieron a respetar y proteger los derechos humanos. Por eso, la doctrina ha señalado y así se ha recogido en normas internacionales, que el Estado tiene el deber de perseguirlos, que no pueden amnistiarlos, declararlos prescritos ni conmutar las penas. Se puede identificar en el derecho internacional un principio jurídico de interdicción de la impunidad.

Un tema controvertido es el de aquellos hechos que de haber sido realizados en un contexto de generalidad o sistematicidad hubieran sido calificados de delitos de lesa humanidad. Se trataría de actos, como tortura o desaparición forzada por ejemplo, en los que faltarían esos elementos, pero concurren todas las demás exigencias. Han sido realizados por un agente del Estado pero en un contexto en que se puede apreciar la concurrencia de mínimos democráticos. Se trataría de una situación excepcional. Esas torturas estarían fuera del ámbito competencial de la CPI y estarían única y exclusivamente bajo la jurisdicción de los tribunales domésticos.

Estos hechos delictivos en los que faltan los elementos de generalidad o sistematicidad no dejan de ser violaciones de derechos humanos constitutivas de un crimen internacional. Son infractoras de una norma internacional que protege la integridad corporal, la dignidad y la vida de las personas y han sido definidas como delitos por normas internacionales. Así, si el hecho punible fueran torturas, su ilicitud internacional provendría de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de 10 de diciembre de 1984 o una desaparición forzada provendría de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Indiscutiblemente son crímenes internacionales, sólo que a su respecto no tiene competencia la CPI, sino sólo los tribunales internos.

Al ser crímenes internacionales los tribunales del Estado en cuyo territorio se cometió el delito, están obligados por el derecho internacional. Tienen el deber de investigar y enjuiciar y no pueden aplicar las reglas de la prescripción ni del delito ni de la pena y el gobierno tampoco puede beneficiar a los autores con amnistías ni indultos. Si así lo hiciera estaría infringiendo las normas generales que obligan al Estado a proteger efectivamente los derechos humanos.