Justicia Universal, una obligación del Estatuto de Roma

Carlos Slepoy in memoriam

Con la entrada en vigor del Estatuto de Roma y el establecimiento de un tribunal penal internacional de carácter permanente, se pensó en que se había llegado a un punto en que definitivamente la impunidad de los genocidas, responsables de delitos de lesa humanidad y criminales de guerra había llegado a su fin. Como según su Preámbulo los Estados Parte no estaban dispuestos a tolerarla, la consecuencia tenía que ser que estos facinerosos no iban a tener ningún lugar en el mundo en el que refugiarse. Sin embargo, este objetivo tan deseado está todavía lejos de conseguirse.

Hay en el mundo conflictos armados en los que se violan constantemente los Convenios de Ginebra y numerosos los regímenes en que el genocidio y el crimen de lesa humanidad constituye un instrumento de gobierno. A pesar de ello se constata una falta de actividad de la Fiscalía y de la Corte Penal Internacional. Posiblemente se debe al poder que el propio Estatuto de Roma reconoce al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En este órgano prevalecen los intereses políticos y económicos, especialmente los de sus miembros permanentes, sobre el deber de perseguir a los autores de aquellos crímenes que el propio Estatuto de Roma califica como los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional.

 No obstante, no es esta la única ni tampoco la principal razón de la impunidad de estos malhechores. Si hay impunidad no se debe exclusivamente al Estatuto de Roma. Se debe a que los Estados Parte no han cumplido con todas las obligaciones que explícita e implícitamente contrajeron ante la comunidad internacional cuando lo ratificaron.

 Por eso, no puede admitirse una descalificación global del Estatuto de Roma. Con todos sus defectos, sin embargo, es un documento valioso. Tiene desde luego el valor de ser un texto de derecho internacional suscrito por la mayoría de los países que integran la llamada comunidad jurídica internacional, en el que se recogen en un único documento y de forma ordenada todo un sistema de carácter penal dirigido a impedir que se queden sin juicio y, en su caso, sin castigo los autores de los crímenes que se agrupan bajo las categorías de delitos de genocidio, de lesa humanidad, de crímenes de guerra y de crímenes contra la paz.

 Todo el sistema penal construido y plasmado en el Estatuto de Roma está pensado para que la prohibición de la impunidad para los autores de estos delitos sea una realidad. Por eso, el Estatuto de Roma no es sólo un código penal en el que se recogen sistemáticamente los comportamientos constitutivos de delito, sino además un código orgánico que crea los órganos encargados de la persecución y también un código de procedimiento que predefine las actuaciones necesarias ante dichos órganos para hacer efectivas las responsabilidades penales.

 En esta línea y en cumplimiento del deber de perseguirlos, los Estados Parte deben incorporar estos delitos a su legislación interna. Pero no sólo esto pues la sola incorporación de estos delitos a la legislación interna obviamente no colma este deber si no va acompañada de reglas que regulen la competencia de los órganos judiciales que habrán de perseguir las responsabilidades penales. Este es un tema ciertamente importante. El Estatuto de Roma, al regular la competencia de la Corte Penal Internacional, señala expresamente que será complementaria de las jurisdicciones penales nacionales. Por tanto, da prioridad a los órganos judiciales domésticos, y no a la Corte, para la investigación, enjuiciamiento y eventual condena de los autores de estos crímenes de trascendencia internacional. Los Estados Parte, en consecuencia, tienen la obligación de incorporar a sus normas de competencia internas las que sean necesarias para impedir, conforme a la obligación establecida en el Estatuto de Roma, la impunidad de los autores de estos crímenes. Esta regulación interna no puede apartarse del principio básico que inspiró toda la construcción del sistema penal internacional que se plasmó en el Estatuto de Roma y que hoy ya tiene el carácter de un axioma en el derecho internacional, el de la prohibición de la impunidad para los responsables de los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional.

 Es previsible que en España y en esta legislatura se discuta una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para darle un nuevo contenido a los preceptos que conforme al llamado principio de justicia universal regulan la aplicación extraterritorial de la ley penal. Este precepto históricamente ha sido objeto de sucesivas reformas que han ido restringiendo cada vez más la competencia de los tribunales españoles para investigar y enjuiciar estos crímenes. Estas reformas son claramente incompatibles con el principio de interdicción de la impunidad que se reconoce en el Estatuto de Roma. Sólo de una regulación que permita a las jurisdicciones nacionales en general y a la española en particular, investigar y enjuiciar a los responsables de los crímenes de guerra y contra los derechos humanos, cualquiera que sea su nacionalidad y cualquiera que sea el lugar en que se hayan cometido, podría decirse que hay una decisión seria de poner fin a la impunidad de los autores de estos crímenes de los que, como constata el Estatuto, han sido víctimas millones de niños, mujeres y hombres.

 Por último, es de desear que esa previsible reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial no se limite a retrotraer los preceptos a la situación anterior a la de sus sucesivas modificaciones restrictivas. No se trata simplemente de volver a la situación anterior. Es necesario que se enfoque la reforma con los nuevos criterios y aportes con que se ha enriquecido el derecho internacional en general y el derecho humanitario y el derecho internacional de los derechos humanos en particular.

 Un buen punto de partida, como propone Ollé Sesé[*], sería la distinción entre crímenes internacionales de primer grado en que quedarían comprendidos los que se recogen en el Estatuto y crímenes internacionales de segundo grado o crímenes transnacionales, para cuya protección se requiere la cooperación de varios Estados, como delitos económicos o el medio ambiente. Para los primeros, según este autor, se aplicaría el principio de justicia universal pura o absoluta, sin ninguna limitación. En cambio para los segundos, se aplicaría el principio de jurisdicción universal relativa que podría estar limitado con la exigencia de algún tipo de conexión con los hechos objeto de investigación.

[*] Ollé Sesé Manuel: (2008) Justicia Universal para Crímenes Internacionales, La Ley, Madrid, España.

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Cosa juzgada fraudulenta (I)

El Estatuto de Roma (en adelante ER) es un texto jurídico en muchos aspectos sorprendente, por lo menos para mi que me he formado jurídicamente conforme a las reglas y principios del sistema jurídico europeo continental. Su texto está integrado por un conjunto de disposiciones de carácter orgánico, procedimentales y sustantivas que si hubieran sido sistematisadas conforme a nuestra tradición jurídica hubieran dado lugar a tres códigos, a un código penal, a un código orgánico y a un código de procedimiento. Están sistematizadas racionalmente, pero de otra forma, en un mismo cuerpo, las que definen los delitos (artículos 6, 7, 8 y 8 bis ER) y al mismo tiempo la que establece, por una parte, la competencia de la Corte Penal Internacional (en adelante CPI) para investigar, enjuiciar y fallar (artículo 5 ER) y, por la otra, las condiciones para su ejercicio (artículos 11 y siguientes ER). Están también las que establecen los órganos de la CPI (artículos 34 y siguientes) y las procedimentales que regulan la investigación, el enjuiciamiento y el fallo (artículos 53 ER y siguientes). Las garantías se establecen a nivel de creación e interpretación de las normas con la expresa vinculación con el principio de legalidad (artículos 21 ER y siguientes), con la responsabilidad por el hecho (artículo 25 ER), con el principio de culpabilidad y la exclusión de la responsabilidad objetiva (artículo 30 ER). También estas garantías están a nivel de la aplicación de las normas al regularse la investigación y enjuiciamiento conforme a las reglas del debido proceso, como queda de manifiesto con el reconocimiento de los derechos del acusado (artículo 67 ER) y especialmente con la práctica y valoración de la prueba (artículo 69 ER). Aprecio en sus disposiciones un sincretismo de los sistemas jurídicos anglosajones y europeo continental.

Entre las disposiciones que llaman la atención están las que regulan la que la doctrina llama cosa juzgada fraudulenta. Sorprende porque viene a romper con un dogma histórico conforme al cual, en términos generales, una resolución en una causa penal que pone fin definitivamente a la instancia, -sobreseimiento definitivo o sentencia condenatoria o absolutoria-, no puede dar lugar a un nuevo juicio cuando concurra la identidad de personas, de hechos y de fundamentos jurídicos punitivos. Cuando se dan estas circunstancias, la parte agraviada puede oponer la llamada excepción de cosa juzgada.

Este principio está íntimamente ligado al principio ne bis in idem conforme al cual un mismo hecho no puede dar lugar a una doble sanción cuando se da la aludida triple identidad. La doctrina ha distinguido entre dos formas de manifestación del ne bis in idem. Una vertiente material, que impide sancionar más de una ocasión al mismo sujeto por el mismo hecho y con el mismo fundamento y una vertiente formal que proscribe la duplicidad de procedimientos sancionadores (penal y penal; penal y administrativo o administrativo y administrativo).

En suma, cosa juzgada y prohibición del bis in idem aparecen en dos momentos procesales diferentes. La cosa juzgada como argumento de defensa para poner fin a un nuevo proceso en el que concurre la triple identidad y el ne bis in idem como una prohibición dirigida al Juez de iniciar un nuevo proceso cuando ya hay uno en marcha, salvo en ciertos y determinados casos en que un procedimiento prevalece sobre otro, como podría ser uno penal sobre uno administrativo.

En definitiva, tanto la excepción de cosa juzgada como la prohibición del bis in idem son garantías para el procesado que tienen su fundamento material en dos principios jurídicos, el de interdicción de la arbitrariedad y el de proporcionalidad de la pena, que se verían afectados por la eventualidad de una doble sanción.

Sin embargo, el ER si bien consagra el principio de cosa juzgada, no lo hace de forma absoluta como se desprende del artículo 20 3. ER. Este precepto después de prohibir en el artículo 20.1. ER como regla general la apertura de un nuevo proceso, señala en el apartado 3. que podrá abrirse si el que se sustanció en el otro tribunal “a) obedeciera al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal por crimenes de la competencia de la Corte; o b) No hubiere sido instruido de forma independiente o imparcial de conformidad con las debidas garantías procesales reconocidas por el derecho internacional o lo hubiere sido de alguna manera que, en las circunstancias del caso, fuere incompatible con la intención de someter a la persona a la acción de la justicia”.

Como puede apreciarse, el artículo 20.3 ER, en términos generales, niega validez de cosa juzgada a una sentencia arbitraria cuyo propósito es blindar al acusado frente al riesgo de que se le abra un nuevo proceso. Al hacerlo, este precepto aparentemente está resolviendo una colisión entre dos principios jurídicos, entre el principio de cosa juzgada y el de prohibición o interdicción de la impunidad, inclinándose a favor de este último. Este principio es el que puede identificarse en el Preámbulo del ER cuando dice que su decidido propósito es poner fin a la impunidad de los autores de los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional.

Vulneraciones punibles de derechos humanos

Una de las líneas de investigación que más ha provocado mi interés en los últimos años, no sólo por su novedad sino también por razones personales, es la que se refiere a aquellos comportamientos que por su gravedad trascienden a la comunidad internacional. Se trata de crímenes, dice el Estatuto de Roma, que no deben quedar sin castigo pues constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad. En el Estatuto de Roma (ER en adelante) se recogen cuatro categorías de delitos, en dos de las cuales, en las de genocidio (artículo 6 ER) y de lesa humanidad (artículo 7 ER), se contemplan acciones específicas cometidas por un agente del Estado contrarias a una norma garantizadora de un derecho humano. La concurrencia de estos tres elementos, -agente del Estado, infracción de norma protectora de un derecho humano y tipificación como delito-, permiten sostener que el objeto de protección en los delitos de genocidio y de lesa humanidad, son los derechos humanos específicos protegidos en cada uno de los comportamientos que se contemplan en estas categorías.

La competencia para investigar, enjuiciar y fallar en relación con estos delitos la tiene la Corte Penal Internacional (artículo 5 ER). Sin embargo, como dice el propio ER (artículo 1) esta competencia es complementaria. La competencia, en consecuencia, se rige por el principio de territorialidad. Serán competentes los tribunales del lugar donde ocurrieron los hechos salvo que el Estado “no esté dispuesto a llevar a cabo la investigación o el enjuiciamiento o no pueda realmente hacerlo” (artículo 17.1. a)   ER).

Ahora bien, para que comportamientos tan graves como asesinatos, torturas o desapariciones forzadas puedan entrar en la categoría delitos de lesa humanidad, el ER exige un plus. Es necesario que los actos constitutivos de estos delitos se cometan “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil” (Artículo 7 1. ER). Luego, por el contrario, si no concurren alguno de estos elementos, generalidad o sistematicidad, el asesinato, tortura o desaparición forzada en su investigación y enjuiciamiento no tendrá competencia la Corte Penal Internacional (CPI en adelante).

De las exigencias de que los actos vayan dirigidos de forma sistemática o generalizada contra la población civil se infiere que se trata de delitos que sólo pueden cometerse en contextos socio-políticos de ausencia de mínimos democráticos. En los agentes del Estado o los grupos que actúan con la tolerancia del Estado contra la población civil hay una intencionalidad política, la de mantenerse en el poder. Los delitos de lesa humanidad desde esta perspectiva constituyen actos de terrorismo de Estado.

Estas circunstancias han llevado a la doctrina a sostener que respecto de estos delitos no pueden admitirse obstáculos ni fácticos ni jurídicos que favorezcan la impunidad. Los Estados, han dicho los Tribunales Internacionales, deben remover esos obstáculos pues si favorece la impunidad estaría violando los compromisos que adquirieron cuando suscribieron los tratados internacionales en los que se comprometieron a respetar y proteger los derechos humanos. Por eso, la doctrina ha señalado y así se ha recogido en normas internacionales, que el Estado tiene el deber de perseguirlos, que no pueden amnistiarlos, declararlos prescritos ni conmutar las penas. Se puede identificar en el derecho internacional un principio jurídico de interdicción de la impunidad.

Un tema controvertido es el de aquellos hechos que de haber sido realizados en un contexto de generalidad o sistematicidad hubieran sido calificados de delitos de lesa humanidad. Se trataría de actos, como tortura o desaparición forzada por ejemplo, en los que faltarían esos elementos, pero concurren todas las demás exigencias. Han sido realizados por un agente del Estado pero en un contexto en que se puede apreciar la concurrencia de mínimos democráticos. Se trataría de una situación excepcional. Esas torturas estarían fuera del ámbito competencial de la CPI y estarían única y exclusivamente bajo la jurisdicción de los tribunales domésticos.

Estos hechos delictivos en los que faltan los elementos de generalidad o sistematicidad no dejan de ser violaciones de derechos humanos constitutivas de un crimen internacional. Son infractoras de una norma internacional que protege la integridad corporal, la dignidad y la vida de las personas y han sido definidas como delitos por normas internacionales. Así, si el hecho punible fueran torturas, su ilicitud internacional provendría de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de 10 de diciembre de 1984 o una desaparición forzada provendría de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Indiscutiblemente son crímenes internacionales, sólo que a su respecto no tiene competencia la CPI, sino sólo los tribunales internos.

Al ser crímenes internacionales los tribunales del Estado en cuyo territorio se cometió el delito, están obligados por el derecho internacional. Tienen el deber de investigar y enjuiciar y no pueden aplicar las reglas de la prescripción ni del delito ni de la pena y el gobierno tampoco puede beneficiar a los autores con amnistías ni indultos. Si así lo hiciera estaría infringiendo las normas generales que obligan al Estado a proteger efectivamente los derechos humanos.